Aberrante, escandaloso y repugnante. Esos son algunos adjetivos que se escuchan en medio del juicio contra los responsables de uno de los peores casos de violencia sexual contra menores del último tiempo en Chile. Fiscalía adjuntó 16 mil fotografías y 130 videos de pornografía infantil, detuvo a 14 implicados, y aún así se quedó corta. El principal imputado, un teólogo que proyectaba una vida de bondad, fue quien sometió a su hijastra para que fuera violada por más de una década por diferentes hombres desconocidos. Él mismo se encargó de maquinar una red de explotación. Pero no era el único. El segundo a cargo, que también reclutaba a pedófilos, sigue libre.
Pese a que quisimos dar los nombres de todos los imputados, el tribunal lo prohibió. Las identidades fueron modificadas u omitidas, salvo “Daniel”.
Miguel tiene 64 años. Los últimos dos los pasó en prisión preventiva. Para quienes lo conocieron antes de ser capturado por la policía, dirán que es un hombre muy recto, persuasivo y bondadoso. En este mundo de apariencias, él era un modelo a seguir. Teólogo adventista, casado, con tres hijos profesionales, impartía clases en colegios y en la cárcel. La gente de Chillán, una ciudad que apenas sobrepasa los 200 mil habitantes, lo reconocía, y para peor, lo querían.
Pocos sabían que detrás de esa careta de ciudadano ejemplar se encontraba un parafílico. Un adicto a las prácticas sexuales más retorcidas. Un depredador sexual. Mucho menos que detrás de esas arrugas y ese pelo blanco estaba el cerebro de una de las peores redes de violación que ha conocido Chile. Su mente, que le alcanzó para dos licenciaturas, magísteres y un doctorado a medias, la utilizó para “programar” a su hijastra desde los ocho años. Con eso pudo violarla por más de una década sin utilizar la fuerza, sólo la manipulación. Más tarde, se demostraría que ella jamás pudo oponerse.
La vida de Miguel es sólo comparable al líder de una secta: proclamaba una vida lácteo vegetariana, el alcohol le era impuro y sus reflexiones estaban plagadas de versículos bíblicos. Precisamente, esa fachada le sirvió para reclutar a decenas de hombres que también sometieron sexualmente a su hijastra de la misma forma que él lo hacía. O incluso peor.
Después de tener una causa dormida por dos años, fiscalía logró identificar a 13 de los pedófilos que figuran en los 130 videos y más de 16 mil fotografías que, por casualidad, cayeron en manos de la policía. Ocho de ellos pactaron con el organismo persecutor procesos abreviados que les permitieron cumplir penas en libertad. Mismo destino que corrió la madre de la víctima, quien —pese a consentir las violaciones— zafó de la cárcel, al ser procesada sólo como cómplice. Miguel y otros cuatro implicados fueron llevados a juicio.
Toda esa red no es ni la mitad de quienes participaron en los abusos: el Ministerio Público dejó fuera a una pieza clave del entramado, un tal “Daniel”. Sindicado como el brazo derecho de Miguel —y catalogado por la propia víctima como un “pedófilo” y el “peor de todos”—, nunca fue investigado ni mucho menos capturado. Según la fiscalía, no pudieron llegar a él y ni siquiera dieron con su identidad. Esto, a pesar que otros imputados entregaron sus datos personales y accedieron incluso servir de guía hasta su casa. Hoy alterna su vida como funcionario de la salud, de manera normal, entre Concepción y Chillán.
Camila dice que el 13 de septiembre de 2022 fue el día peak. Camila no es Camila. Ella misma pidió que no dijéramos su nombre ni expusiéramos su rostro. El tribunal también lo prohibió. Las razones, ante todo éticas, son obvias: es la víctima.
Es un martes de noviembre, tuvo un día pesado en la universidad y aún así accedió a conversar. Está hambrienta después de varios certámenes que dio y aún le quedan algunos pendientes. No pierde el tiempo mirando la carta digital: ordena un jugo de frambuesa y un pie de limón. Son las 18:49 en la Fuente Alemana de Chillán.
—Uffff, ese día. Por eso le digo el día peak. Para mí, fue el día que cambió mi vida —dice Camila. Su voz es tan delicada que a veces se pierde entre el bullicio del local que está a rebosar. Incluso ahora, con 21 años, fácilmente podría confundirse con una menor de edad.
Ese miércoles, recuerda, se levantó temprano. Tenía unas actividades en la universidad y necesitaba aprovechar el día. Miguel también estaba despierto porque iba a entregar su notebook a un informático para que le arreglara un programa que le había instalado. La única que dormía era Tatiana, la madre de Camila.
Miguel cruzó la puerta de la casa con el notebook y se subió al auto. Camila comía unos cereales con leche cuando notó que su padrastro no se movía. Pensó que había olvidado algo.
—Entonces abro un poquito la puerta para ver y observo a la PDI. En ese momento quedé en shock —recapitula.
Lo siguiente fue un caos. Los policías entraron a la casa, despertaron a la madre y le explicaron que tanto ella como Miguel estaban detenidos. Camila, por su parte, tendría que acompañarlos al cuartel para declarar. La dejaron cambiarse el pijama y la sentaron en el sillón mientras incautaban todos los notebooks y celulares, incluido el de ella. Le hicieron firmar un consentimiento de que pasó voluntariamente los aparatos.